viernes, 22 de octubre de 2010

3 Ono - La Recepción

2 - De camino

- Todos y cada uno de los colegios en los que he estado son distintos; tienen su esencia propia que los hace únicos. Estaba aquel con el conserje con síndrome de down. Luego otro que tenía aquellos cuartos de baño tan horribles. Los váteres no tenían cisterna, así que esa función debía de ser suplida por un cubo, un pozo y nuestras manos - gesticulé con los brazos, enseñándole cómo lo hacía -. También recuerdo con cariño el que tenía ese profesor tan simpático. Ofrecía a los alumnos ir a su despacho para darles una piruleta día sí, día también. Claro, que por norma general el niño y él no solían tener el mismo concepto de piruleta en mente – dije con picardía - . La que se armó fue gorda. Pero bueno, esa es otra historia.

- Niño, deja de darle la tabarra a ese pobre chaval y trae tu carnet, que el soplagaitas del conserje no se fía de nosotros – dijo con desprecio.

- Pero bueno, ¿usted qué se cree? Ya van dos veces que me insulta. Como vuelva a repetirse, llamo a seguridad – le advirtió señalando el teléfono que tenía sobre su mesita.

Mientras que el burocrático soplagaitas y mi padre discutían airadamente, yo me despedí de mi nuevo “amigo”, el cual pareció no entender nada de lo que le dije. A pesar de eso, no debí de caerle mal del todo, porque me propuso ir luego a jugar a fútbol con sus compañeros de clase.

- Luego nos vemos. Adiós, eh… amigo – Seguramente tendrá un nombre. Otro día se lo preguntaré.

Odio el fútbol. En realidad odio cualquier cosa que me haga sudar, ya conocéis mis problemas cutáneos. Pero bueno, todo vale con tal de integrarme un poco, así que acepté.

Siguiendo las órdenes de mi padre, me acerqué a la ventanilla obviando los aullidos, dejé mi carnet, y me dirigí a los sofás que había en el centro de la sala, para esperar tranquilamente a que se quedaran sin saliva.

Miré a mi alrededor. Suspiré.

A pesar de tener cada uno su particularidad, siempre hay un denominador común: la recepción. Cuando estoy en ellas, es como si me teletransportara automáticamente al cole del pederasta o al del váter tercermundista. Son todas igual de lúgubres y grimosas. Me recuerdan a los tanatorios o las salitas de espera del urólogo. Todos los que están en ellas se despiden de algo: de sus padres, del ser querido o de su dignidad.

Sonó el timbre.

Puesto que sabía dónde se encontraba mi aula, me despedí de mi padre, consciente de que no me haría ningún caso, y me marché.

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